En abril, publiqué un ensayo en Madison Magazine sobre un encuentro en el que le pregunté a mi cita, que tenía mi edad, 62 años, cómo le iba con las citas por internet. Me dijo a la cara, con una sonrisa abierta, que para alguien con tanto éxito y tan en forma (como al parecer se veía a sí mismo), le sorprendía no estar saliendo con mujeres más jóvenes.
Sin decir una palabra, me levanté, le sonreí y me fui. Más tarde, por supuesto, me di cuenta de que había muchas cosas que me hubiera gustado decir. Lo que más me apetecía era señalarlo con el dedo y tacharlo de prejuicioso despiadado. Lo cual al final hice escribiendo ese ensayo.
Después de publicarlo, me enteré de que la gente en las redes sociales tenía sentimientos encontrados sobre el amor y las citas a partir de cierta edad. Fue emocionante sentir que había descubierto algo, un momento de la cultura, pero también fue decepcionante ver cuántas de las reacciones eran de gente preocupada porque yo no había encontrado a mi persona. Había un tono de ojos tristes y cabeza inclinada hacia un lado que decía: “¡No pierdas la esperanza!”, como si estuviera luchando contra una enfermedad llamada soltería en lugar de contra un desdén cultural por las mujeres de más de 40 años.
Un lector sugirió que mi “selector” estaba estropeado y me recordó que no puedo tenerlo todo en una sola persona. Otro me dijo que encontraría a mi pareja en cuanto dejara de buscar.
“Tu alma gemela está ahí fuera”, escribió una mujer. “Simplemente lo sé”.
¿No se daban cuenta de que me quejaba de la discriminación sexista por motivos de edad, no porque no tuviera pareja?
Mientras mi teléfono sonaba fuerte y a menudo con mensajes de amigos y desconocidos mientras yo intentaba seguir el ritmo de los comentarios y las interacciones, mi viejo amigo Jim, carpintero, estaba en mi casa construyendo un armario destinado a una generación de personas que solo tenían dos camisas. De vez en cuando, me llamaba y yo subía corriendo para ayudarlo a equilibrar una estantería mientras él la aseguraba en su sitio.
“Caray, estás ocupada”, me decía. “Nunca he visto a nadie que trabaje tanto como tú”.
Me burlé y le dije: “Debes decirlo de broma. ¿No te has visto? Eres una máquina”.
Luego volvía al zumbido de mi teléfono.
Conocía a Jim, seis años mayor que yo, desde hacía quince años. Nuestros hijos fueron juntos al colegio. Compartíamos el auto para ir a eventos deportivos y nos quejábamos de los entrenadores. Cuando mi sótano se inundaba o mis viejas ventanas se atascaban, él venía con un cubo o un martillo. Por mi parte, intentaba ayudar haciendo bromas y manteniendo los dedos alejados de las cosas que pellizcaban. De vez en cuando, íbamos a comer.
Durante la primera remodelación del armario que Jim me hizo el otoño pasado, cuando estaba escribiendo el ensayo, lo vi transportar hábilmente todo tipo de materiales de construcción dentro y fuera de mi dormitorio. Cuando me lo indicaba, yo sujetaba una tabla en su sitio mientras él, con la precisión de un hombre que ha construido demasiadas casas para contarlas, pateaba la tabla hasta colocarla perfectamente en su sitio. Me burlé de su herramienta de carpintería poco ortodoxa, la punta de su bota, y volví a la escritura.
Cuando mi armario estuvo terminado, lo poblé de perchas, cestas y demasiadas camisetas de manga larga para una sola mujer friolera. Conté mis zapatos, me deshice de dos pares, miré a Jim y me di cuenta de que no quería que se fuera.
Esto me llevó a un nuevo proyecto, la renovación de un espacio bajo el alero. Jim y yo trabajamos juntos para medir y pintar. Me enseñó a utilizar una sierra de mesa.
Me di cuenta de que le dolía una pierna y le pregunté si se había lastimado.
“Espolones óseos”, me dijo.
Le di el número telefónico de mi amigo, un cirujano ortopédico.
Presumí de mis nuevos armarios ante mis amigos y, cuando me preguntaron si se podía contratar a Jim, les conté lo que él me había dicho: está jubilado y solo trabaja cuando quiere, y la mayoría de las veces no quiere.
Cuando Jim me preguntó si había visto las luces de Navidad de los jardines comunitarios cercanos a su casa, le dije que no, pero que sonaban bien. Durante el segundo armario, después de un viernes en el que Jim trabajó duro y yo a duras penas trabajé (eso es un “jimismo”), paseamos por los jardines admirando el brillante espectáculo contra el cielo nocturno, preguntándonos quién había subido las escaleras y enrollado las cuerdas de luces en las ramas y quién las quitaría.
La siguiente vez que nos reunimos, fuimos a patinar sobre hielo. Hacía más de una década que no patinaba y estaba segura de que acabaría con los dos. Jim, padre de un exjugador de hockey de la secundaria, apretó las tuercas de mi patín. Después de nuestra primera vuelta temblorosa, me dijo: “Mírate. Tienes talento natural”.
Yo sabía lo que parecía: una mujer con un gorro rojo a cuadros de Elmer Fudd que no debía estar cerca del hielo sin un casco protector. Sonriendo, Jim se adelantó, ejecutó un giro cerrado y dijo: “Te tomaré una foto. Patina hacia mí”.
No estaba coqueteando ni había segundas intenciones en su motivación. Éramos dos personas que nos conocíamos bien, disfrutando, y me sentí como siempre me siento cerca de Jim: cuidada.
“Mira qué sonrisa”, me dijo mientras levantaba su teléfono.
Cuando me ayudó a quitarme los patines al final de la noche, me fijé en su espesa melena y en que, cuando se reía, parecía un elfo irlandés, pero más guapo que la mayoría de los elfos.
No te engañes. Sentí lo que estaba pasando. Le estaba echando el ojo a Jim, y no de la forma en que lo hace una mujer cuando quiere armarios nuevos. No, para nada.
Me dije a mí misma que me moviera despacio, para estar segura. No quería arruinar nuestra larga amistad convirtiéndola en algo que no era. Eso era cierto, pero había algo más cierto.
A pesar de mi profunda comprensión del sinsentido de la discriminación sexista por razón de edad (y de lo que, seis meses después, se convertiría en mi protesta viral contra ella), dudé. ¿Y si arruinaba la amistad, si hacía que todo fuera incómodo entre nosotros porque Jim pensaba en mí como lo había hecho mi cita? Una mujer de cierta edad, la misma edad que al mundo no le interesa, ni sexualmente ni de ninguna otra forma.
Permítanme ser clara: cuando se trataba de discriminación por edad, Jim no era el problema. Yo lo era.
He mirado las líneas de mi sonrisa y he pensado, ¿sonrío menos? Me he preguntado si debería considerar hacerme un lifting de cuello. Y, lo que es peor, creía que el romance tenía que empezar con el romance, y que una relación romántica tenía que empezar con un encuentro, una chispa rápida.
Hacía mucho tiempo que no me sentía así por alguien, a pesar de haber salido bastante en los años transcurridos desde que mi matrimonio terminó en 2010. ¿Era posible que tuviera tantas ideas preconcebidas sobre la edad, el romance y el sexo que estuviera ciega ante lo que estaba ocurriendo en mi propia historia?
¿Podría ser que hubiera interiorizado toda esa discriminación por edad contra la que me había posicionado tan públicamente? Podía señalar con el dedo a mi cita, pero ¿y a mí misma? Jim había estado a mi lado durante quince años. Solo ahora consideraba que podría encontrarme interesante y atractiva, con patas de gallo y todo.
Un gélido día de enero, él y yo condujimos dos horas y media hasta Chicago para ver Hamilton. En el auto, Jim me dijo que le encantaba el blues y lo importante que era la música para él.
“¿Qué tipo de música te gusta?”, me preguntó y esperó a que se lo dijera. Escuchó atentamente y sugirió que fuéramos juntos a un concierto.
“Deberíamos”, le dije.
En el teatro, acomodados en nuestros asientos, nos tomé una selfi y me tomé un momento para inspeccionarla. Allí estaba él con sus ojos amables. Nuestras sienes se tocaban y sonreíamos de oreja a oreja.
Vi algo más, algo fascinante. Había captado la alegría, un momento brillante que no tenía nada que ver con la edad de ninguno de los dos.
A veces, un ensayo para miles de desconocidos tiene un mensaje para su autor. Aquella noche, acallé la charla y me acerqué a Jim. Y mientras las luces se atenuaban y comenzaba la orquesta, sonreímos en la oscuridad y esperamos a que empezara el verdadero espectáculo.
Ann Garvin es una escritora radicada en Madison, Wisconsin. Su nueva novela, Bummer Camp, será publicada en septiembre.