Por supuesto, hay amigos, aún vivos, a los que puedo dar más. Pero muchos de ellos están lejos. Además, sé que en parte soy culpable de mi situación. Los últimos años me han vuelto precavido, y quizá incluso un poco frío. Paso demasiado tiempo solo. Me he aislado del mundo. Asustado, he rechazado nuevas oportunidades de amor. Como muchos, durante la pandemia aprendí una peligrosa lección sobre cómo sobrevivir aislado. Puede que nuestros corazones, al intentar protegerse, se hayan hecho más pequeños. Sé que esto es cierto en mi caso. Y sé que me está matando.
Al instructor de meditación le gusta decirnos: “Ustedes son amados”, como si fuéramos niños a los que hay que mimar. Pero me parece que es al revés. Quizá lo que me pone enfermo no es la falta de amor recibido, sino el amor que he dejado de dar.
La clase suele parecer indulgente, una manera de calmar nuestras almas cansadas con halagos. En este método occidental de la meditación, no hay disolución del yo. Es más como un spa, un lugar para rejuvenecer. Por supuesto, una vez que seamos mejores versiones de nosotros mismos, nos asegura el instructor, estaremos mejor equipados para servir al mundo. Aunque nunca ha pronunciado la frase, todo en su planteamiento parece sugerir aquel tedioso cliché: ¿Cómo podrás amar a los demás, si no puedes amarte a ti mismo?
Pero me he dado cuenta de que, desde las pérdidas de la pandemia, he estado pensando demasiado en mí mismo. La pena, la ansiedad, incluso este tipo concreto de meditación, todo ello me ha puesto en el centro de la historia. Cuando lo que quiero es escapar de mí mismo. El amor, en el mejor de los casos, debería ser extático, una oportunidad para ir más allá de los márgenes del propio cuerpo, el mismo lugar donde últimamente me he sentido atrapado.
Cuando le dije al profesor que no iba a seguir en la clase, me preguntó por qué. Le respondí vagamente: “No es lo adecuado para mí”, y cuando intentó sonsacarme con sus inquietantes ojos de hipnotizador, hablé con más sinceridad. Mencioné mi ansiedad. Le dije que ya no podía mirar dentro de mí, que necesitaba mirar hacia fuera.