Durante años, mi esposo me dijo: “Eres el amor de mi vida. Nada de lo que hagas me haría dejarte”.
Después conoció a alguien más, y nuestra relación terminó. Tal como lo prometió, no fue por algo que yo hice.
Para ambos había sido el segundo matrimonio, y él ya tenía dos hijas jóvenes, un panorama abrumador para mí, que había crecido en una familia difícil y jurado que no iba a tener hijos. Pero, al igual que su padre, ellas entraron en mi corazón.
Conmigo venían mis dos gatos, que nunca habían vivido con niños. Las niñas trataban de acariciarlos, pero solo recibían a cambio arañazos en la mano que las hacían llorar. Luego de dos años, nos mudamos a un nuevo departamento en Brooklyn. Los gatos se acurrucaron en la litera de las niñas aquella primera noche. Y por fin me relajé.
Cuando las niñas quisieron un gatito para ellas, volví a sentirme intranquila. En el refugio local, un lugar conocido por darles eutanasia a los animales poco después de recibirlos, mi esposo llenó formularios mientras yo acompañaba a las niñas a la sala de gatos. De inmediato, su atención se posó sobre una gatita con pelo oscuro, que temblaba dentro de una jaula.
El empleado abrió la puerta de la jaula y la gatita quedó en los brazos de las niñas. Cuando trataron de regresarla a la jaula, la gatita estiró las extremidades como estrella de mar para bloquear la puerta. Había un letrero en la jaula: “Hembra. Casi ocho semanas. Encontrada en avenida Flatbush”. El empleado nos dijo que tenía menos de 900 gramos de peso, el mínimo requerido para su adopción, pero, tras considerar la alternativa, la metió en una caja de cartón y nos las entregó.
Las niñas la llamaron Tigerlily, un personaje de Kung Fu Panda. Jugaron con ella todo el fin de semana, pero el domingo en la noche regresaron a la casa de su madre, mientras la gatita se quedó en su habitación, en cuarentena hasta que sus parásitos hubieran sido erradicados.
Yo trabajaba desde casa, así que me encargaron su cuidado. Casi cada hora, su maullido me llamaba, muy a pesar de mis plazos de entrega. Los otros gatos le siseaban. Yo sabía cómo se sentían. Tuve que darle a Tiger una jeringa de medicamento color rosa varias veces al día. Extendía su cuerpecito en mi regazo y sostenía su cabeza mientras dirigía la jeringa de plástico para meterla por sus dientecitos filosos y llegar al fondo de su garganta.
Tiger comenzó a defenderse más y a clavarme sus garritas, por lo que cada vez más me molestaba que me hubieran dejado esa carga a mí.
En cuestión de semanas, se me acabó la paciencia. Había estado encargándome de esa obligación en lugar de las tres personas que amaba. Cuando se retorcía, sujeté su cabecita con la suficiente fuerza como para ocasionar que llorara. En ese momento, me di cuenta de que no estaba enojada con la gatita. “Perdóname”, pensé.
Conforme crecía, me di cuenta del ruido que hacía todo el día con sus maullidos y lloriqueos. “Es una gata carey”, dijo el veterinario, un nombre que hace referencia al color de su pelaje, similar al de una tortuga carey. “Así son esos gatos”.
Se les ofrecía a los gatos mayores, extendiéndose para que la bañaran. Ellos la apartaban de un manotazo. Cuando volvía a intentarlo, la pateaban o la mordían. Sin inmutarse, al final se ganó su cariño.
También transformó a los humanos en su familia. Ya se había ganado a las niñas, pero también se propuso cortejarme a mí, subiéndose a mi pecho, con su ronroneo ensordecedor. Me maullaba hasta que la seguía a la cocina y le daba de comer, mirando hacia atrás mientras comía para asegurarse de que yo seguía allí, un vestigio, quizá, de su vida en la calle. Esta gata tenía dotes de supervivencia.
Varios años después, mi marido me convenció a mí, neoyorquina de toda la vida, de que debíamos comprar una casa en Nueva Jersey. Llevábamos allí solo unas semanas cuando me habló de un evento de adopción de mascotas en un centro comercial local. Ahora que teníamos un jardín, quería un perro.
En la acera de una tienda de mascotas de lujo estaba un solitario cachorro de pastor mestizo con un chaleco naranja que decía: “Adóptame”. La voluntaria del refugio calculó que llegaría a pesar unos 20 kilos.
Yo no quería un perro, pero quería a mi marido, así que acepté.
Desde el primer momento, Buddy fue de mi marido. Cuando estábamos los dos en casa, Buddy se quedaba con él, aunque yo era la que le daba de comer y lo dejaba salir. Para Buddy, yo era la sirvienta. Cuando llegó a pesar 27 kilos, luego 32 y después 36, no pude hacer nada. A las hijas, ya adolescentes, les molestaba su exuberancia y le prohibieron la entrada a sus dormitorios.
Con el tiempo, los gatos mayores murieron. Luego, mi marido volvió a Brooklyn para estar con su nueva novia. En su departamento no se admitían mascotas. Poco después, sus hijas se fueron a la universidad.
Una noche de verano, ya tarde, metí a Buddy y a Tiger en la cajuela de mi auto para hacer el viaje de tres horas hacia el este, hasta nuestra nueva casa, en un pueblo de la costa de Connecticut del que nunca había oído hablar antes de buscar allí. Nos quedamos atrapados en el tráfico de la Cross Bronx Expressway, y el perro y el gato lloriquearon durante todo el trayecto. Quizá yo también. Ahora estábamos los tres solos.
En la nueva casa, Tiger empezó a apretarse contra mi pierna cuando me sentaba en el sofá a leer o ver la tele. Seguía desconfiando de mi regazo. Seguía buscándome cuando tenía hambre.
Prefería la cama del perro a la suya. Buddy parecía asediado cuando Tiger se tumbaba sobre sus patas delanteras, pero la dejaba en paz. Cuando el perro dormía, la gata ponía la cara dentro de su oreja. Le olisqueaba las patas y pasaba por debajo de él como si fuera un paso elevado. Se dormía con la pata extendida para tocar la suya, mucho más grande. Sus cajas de juguetes estaban una al lado de la otra. La de ella: de cartón, vacía. La de él: de mimbre, rebosante de peluches destrozados.
Cuando Tiger se despertaba de su siesta diaria, entraba a grandes zancadas en la sala maullando ruidosamente, y Buddy y ella se perseguían alrededor de la mesa de café. Un chillido repentino significaba que Buddy le había pisado la cola. Yo volteaba y la veía dándole un golpe en el hocico.
Un día, durante la pandemia, Tiger se acurrucó en mi regazo. Hacía 12 años que no le hacía daño. Supongo que por fin me había perdonado.
Por la noche, Buddy se acomodaba en mi lado de la cama mientras yo me lavaba los dientes, luego se trasladaba a los pies de la cama, dejándome las sábanas bien calentitas, pero nunca se acurrucaba. Yo seguía sin ser su persona.
Tiger hacía un nido con mi pelo o se arrastraba bajo las sábanas, como una bolsa de agua caliente que vibraba. También empezó a pasarse el día bajo las sábanas. Si me acercaba a la cama y la llamaba por su nombre, un bulto en el edredón maullaba en respuesta. A veces retiraba las cobijas para acariciarle la cabeza, que olía a ropa recién salida de la secadora.
“Vive para siempre”, le susurraba en su pelaje.
Una noche estaba en la sala cuando oí el sonido delator de su salto de la cama. Apareció en la puerta, en silencio. Algo no estaba bien. Su parte trasera se arrastraba. Se desplomó bajo la mesa del comedor. La tomé en brazos y la llevé a urgencias. Le hicieron pruebas. Un tumor. Me dijeron que era el fin.
Me la trajeron envuelta en una cobijita para que pudiera despedirme de ella antes de que le practicaran la eutanasia. Le acaricié la cabeza, pero olía a antiséptico. Murió en mis brazos dos minutos después.
En casa, barrí su pelaje; Buddy olfateó el montón y empezó a mover la cola.
“Lo siento, Buddy”, le dije. Se fue con la cola entre las patas. Meses después, sigue deprimido por la noche, a la hora en que ella solía salir a jugar.
Tiger apenas pesaba un poco más de tres kilos, pero cuando nos dejó, el silencio llenó toda la casa. Incluso después de que desaparecieran sus cosas (purgué la casa de recuerdos), estaba en todas partes.
Había perdido mascotas antes, mis dos gatos, pero ella fue diferente. Siempre había estado el ruido de una vida ajetreada, una familia y otros animales para llenar el silencio. Durante ocho años, habíamos estado los tres solos.
Buddy sigue emocionándose cuando oye la voz de un hombre y se lanza a los brazos de los visitantes masculinos, un recordatorio constante de que hace años perdió al amor de su vida. Ahora los dos extrañamos a Tiger, que, resulta, fue el amor de la mía.
Elizabeth Stein, autora y dramaturga en Connecticut, está escribiendo un libro de memorias.