Cam vio por fin Oppenheimer casi un mes después de su estreno. Condujo seis horas, cruzando fronteras estatales, porque quería la sala (IMAX), el formato (70 mm) y el asiento (H8) perfectos. Su paciencia por lo que le importaba profundamente era inmensa. Cam calificó Oppenheimer con tres estrellas, “técnicamente increíble, pero en su mayor parte vacía”.
Estaba decidido: yo no la vería.
Enamorarse consiste en ver lo bueno que puede ser algo. Y con Cam aprendí a ir al cine: las palomitas grandes son imprescindibles, la importancia de una máquina Coca-Cola Freestyle es exponencial y, si existe la opción de ver algo en un sillón reclinable, la aceptas. Bajo la influencia de Cam, mi afición al cine se transformó de pasatiempo a culto.
Cuando se cerró el telón de nuestra fase de luna de miel, las preferencias particulares de Cam se convirtieron en una prueba de fuego para nuestra relación. Al cabo de unos años, me resultaban irritantes y estaba desesperada por variar. Quería ir a los pequeños cines independientes de los alrededores, probar nuevos restaurantes, tener una cita por la noche. En lugar de eso, era AMC Burbank, siempre AMC Burbank.
Cuando salió Dunkerque, Cam insistió en verla en una sala IMAX. A mí no me interesaban las películas bélicas, pero era su eterna acompañante. Los empinados asientos de estadio del cine me dieron náuseas. Lo único que recuerdo de Dunkerque es que tenía mucho frío. Y la preocupación de que, si intentaba levantarme y salir, podría caer al abismo.
Yo tenía mis propias preferencias cascarrabias, la mayoría de las cuales Cam aceptaba con amabilidad. Cuando nos fuimos a vivir juntos, adoptó mi hora de acostarme a las 10 p. m. Cuando el mundo me parecía demasiado abrumador y me negaba a ver nada nuevo, se quedaba en la cama conmigo y veía Las chicas Gilmore, prestándole la misma atención que a El árbol de la vida. Confiaba en que Cam sabía cuándo presionar y cuándo retirarse; sin duda, dejar que me llevara fuera de mi zona de confort era bueno.